Hubo una vez un hombre,
de carne y hueso, sin ubre.
Hubo una vez una mujer,
de mirada ancha, sin fisuras.
Existió tal hombre, sencillo,
-sin ubre- con pocas mordeduras.
Él sin culpa y ella...
con pocas,
acudieron uno sobre el otro
como puentes,
con madera, clavos y lazos,
con nudos en la garganta.
Se creyeron puentes levadizos,
hermanos cuando crecía el río,
lejanos entre sí cada jueves.
A aquel hombre, que existió,
le salió ubre y llanto,
aquella mujer se hizo frágil,
muy quebradiza en la mirada.
Llovió, el río se hizo mar:
ancho, hondo... un río náufrago.
Los puentes levadizos
guardaron su postura,
no descenderán ya.
jueves, 24 de diciembre de 2009
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